Es fácil sentir nostalgia de la época en que los amantes de la música ahorraban toda la semana para ir el sábado a la tienda de discos y llevarse algún LP. Después se iban a casa con su nuevo y flamante vinilo cuidadosamente protegido por una bolsa de plástico, lo ponían en el tocadiscos y bajaban la aguja para escuchar la melodía sin parar.
Este anacrónico ritual resucita cada 13 de abril en el International Record Store Day, en el que los melómanos aguantan largas colas para hacerse con ediciones limitadas de música en formato vinilo de sus artistas favoritos. Desde hace una década, este evento anual se impulsa desde la industria como un esfuerzo por apoyar a las tiendas de discos independientes, tan perjudicadas por la era del streaming.
¿Será cierto que las generaciones anteriores le otorgaban más valor a los discos que los fans actuales? Tendemos a ser reacios a creer el mito de que estamos viviendo una “edad dorada” de la música y concedemos credibilidad a los hijos del baby boom de mediados del siglo pasado, que añoran unos días que no volverán, en los que la música, por alguna razón, tenía más importancia que ahora. Así las cosas, decidimos indagar en las cifras para comprobar si nos ofrecían una versión diferente de la historia y resultó que sí, pero es mucho peor de lo que parecía.
Llevamos a cabo una investigación acerca de la producción y el consumo de discos en Estados Unidos en la que comparamos los costes económicos y medioambientales de diferentes formatos en épocas distintas. Y descubrimos que el precio que los consumidores están dispuestos a pagar por el lujo de coleccionar discos ha variado de manera radical.
El precio de un cilindro de fonógrafo en 1907, su año de mayor producción, sería, de acuerdo al valor del dinero en la actualidad, alrededor de unos 13,88$ (12,41€), y los de goma laca de 1947, su año de mayor producción, costarían unos 10,89$. Un álbum de vinilo en 1977, cuando los Sex Pistols sacaron Never Mind The Bollocks, costaría 28,55$ en la actualidad, frente a los 16,66$ de una cinta de casete en 1988, los 21,59$ de un CD en el 2000 o los 11,11$ de una descarga digital en 2013.
Este descenso del valor relativo de las grabaciones adquiere un carácter más pronunciado al observar el desembolso en función del salario dividido por semanas. En 1977, los consumidores estaban dispuestos a pagar alrededor del 4,83% de su sueldo semanal por un vinilo. El porcentaje desciende hasta un 1,22% por un disco digital en 2013.
Como no podía ser de otra manera, con la llegada del streaming el modelo de consumo de música cambió. Lo que solía ser un mercado de productos básicos, en el que la gente se hacía con copias y se las quedaba, ahora es una industria que proporciona servicios en la que los clientes deben pagar por acceder de manera temporal a la música almacenada en la nube. Por 9,99$ (apenas el 1% del sueldo medio semanal en Estados Unidos), los consumidores disfrutan de acceso ilimitado sin publicidad a casi cualquier álbum musical existente mediante plataformas como Spotify, Apple Music, YouTube, Pandora o Amazon.
La perspectiva medioambiental
Aunque los usuarios están pagando menos por la música que escuchan, las tornas cambian al repasar los costes medioambientales. Si aplicamos la lógica, se podría pensar que una menor producción física equivale a emisiones de carbono infinitamente más bajas.
En 1977, por ejemplo, la industria utilizó en Estados Unidos 58 millones de kilos de plástico. En 1988, en pleno auge de los casetes, la cifra disminuyó hasta los 56 millones. Cuando los CDs se impusieron, en el año 2000, de nuevo aumentó hasta los 61 millones. Luego llegó el gran dividendo digital: con la aparición de las descargas y el streaming, la cantidad de plásticos utilizados por la industria discográfica estadounidense descendió de manera vertiginosa hasta los 8 millones de kilos del año 2016.
Pero, si bien estas estadísticas parecen respaldar la idea de que la música digitalizada es música desmaterializada y, por consiguiente, más respetuosa con el medio ambiente, aún tenemos pendiente el problema de la energía utilizada para posibilitar las reproducciones online. El almacenamiento y procesamiento de los archivos en la nube depende de inmensos centros de datos que precisan de una ingente cantidad de recursos y energía.
Para poder apreciar este asunto de manera clara, traduzcamos en gases de efecto invernadero la producción de plástico y la electricidad utilizada para almacenar y transmitir archivos de audio digitales. En 1977, los GEIs producidos por grabaciones musicales en Estados Unidos alcanzaron los 140 millones de kilos. En 1988, 136 millones. En el 2000, 157 millones. La estimación del año 2016 sitúa la emisión de estos gases entre 200 y 350 millones de kilogramos (recordemos, solo en Estados Unidos).
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Obviamente, el tema no termina aquí. Para comparar verdaderamente el presente y el pasado (si es que fuera posible), habría que tener en cuenta las emisiones producidas por la fabricación de los dispositivos en los que hemos escuchado música en las distintas épocas.
De igual manera, se debería analizar la cantidad de combustible utilizado en la distribución de LPs y CDs a las tiendas, a lo que habría que sumar el coste de distribución de los reproductores de música, tanto antaño como en la actualidad. Asimismo, no podríamos dejar de cotejar las emisiones generadas por los estudios de grabación y por la elaboración de los instrumentos. Incluso convendría contrastar las emisiones de los conciertos en el pasado y en el presente. Podríamos seguir y la investigación sería casi interminable.
En cualquier caso, aunque la comparativa entre las diferentes épocas fuera diferente, la cuestión principal seguiría siendo la misma: el precio que los usuarios están dispuestos a pagar por escuchar música nunca ha sido tan bajo, a pesar del enorme impacto medioambiental oculto tras el nuevo modelo de consumo.
El objetivo de esta investigación no es acabar con uno de los grandes placeres de la vida, sino incitar a los amantes de la música a adquirir conciencia de las decisiones que toman dentro del consumo de cultura. ¿Estamos recompensando económicamente a nuestros artistas favoritos de un modo que refleje fielmente lo que significan para nosotros? ¿Son las plataformas de streaming el modelo de negocio idóneo para facilitar ese intercambio? ¿Son las reproducciones desde la nube la forma más adecuada de escuchar música desde el punto de vista de la sostenibilidad del medio ambiente?
No existe la panacea que solucione todos estos problemas pero pararse a reflexionar sobre los costes de la música y sus cambios a lo largo de la historia es un paso en la dirección correcta.